Prólogo: una vida en blanco
Nuestra historia comienza en Madrid. Año 2019, o el que sea; total, las cosas no cambian mágicamente de un año para otro. O al menos eso cree nuestro protagonista, Miguel, que ha perdido toda esperanza aun estando en la flor de la vida. Nada es sencillo, ni siquiera en la literatura, pero, ¿qué le pasará a nuestro protagonista? Hasta la próxima entrada, os dejamos con el prólogo de la historia que, probablemente, emocionaría a Steven Spielberg (a buen seguro, el director más impresionable de Hollywood). Que lo disfrutéis.
Si hay una cosa que no se le podía decir a Miguel es que era inconsistente. Desde luego, todos sus días eran iguales. Igual de aburridos, igual de vacíos, igual de llenos de deseo de acabar con todo con un gran “bum” y olvidar.
Estaba en el tren, de camino a casa después de un día más de trabajo, cuando sonó el móvil. Algo que no pasa más que por equivocación o por insistencia de los comerciales de las telefónicas, así que miró la pantalla sin mucho ánimo. Era uno de sus colegas.
— Oye, tío, nos falta uno para mañana y me molaría que nos viéramos, que no te dejas caer por aquí.
— Supongo que puedo. ¿Donde siempre a las 10?
— Sí, yatusaeh. ¡Nos vemos, tío!
Desde luego, era mejor que pasar el fin de semana en los reinos de fantasía de los que formaba parte gracias a su ordenador. El alquiler estaba caro, el sueldo era una mierda, pero había cosas a las que no se renunciaba por nada del mundo y esos 13 euros mensuales eran, a su juicio, un chollo si eso significaba evadirse de la realidad. Mañana iba a perder unas cuantas horas, quizá incluso una quedada virtual para ver el nuevo contenido… La desgracia era que se estuviera planteando siquiera renunciar a sus amigos de carne y hueso por esa idea, pensaba él mientras la megafonía del tren anunciaba la parada en la que se iba a bajar.
En el paseo entre la estación y su estudio se sintió un poco asqueado del sudor que impregnaba su camisa de Zara, un par de tallas más grande y con alguna marca que no se iba en la lavadora. Tampoco es que le importara mucho, pero aún era ligeramente consciente de las convenciones sociales e intentaba que, al menos, no se le notara mucho la desgana. No sabía plancharla, pero intentaba llevarla limpia, y el calor no ayudaba. Con la americana en el brazo, sacó las llaves y entró a su remanso de paz. Pagaba diez horas de su tiempo cada día para tener eso, y se sentía estafado por ello, pero la vida en casa de sus padres era peor aún. A veces el dinero no lo es todo y, si sus padres lo vieran así, seguro que ni todo el dinero del mundo podría quitarles la decepción que se llevarían. Porque sabía que, a pesar de su juventud, era un fracasado. Estaba destinado a ello.
Desde niño, Miguel había destacado en algunas cosas. Aprendió a leer rápido, se le daban bien las matemáticas… Más tarde, empezó a hacer algunas cosas por su cuenta gracias a los tutoriales de Internet, y aprendió algo de inglés e incluso algo de alemán en el proceso. Así, acabó el Grado sabiendo un poco de inversiones, otro poco de gestión de carteras y hasta una pizca de programación porque “era lo que iba a triunfar”, en palabras de uno de sus profesores. Lo había oído y se subió al carro, pero nunca supo hacer más que lo básico con Python. «Para qué -se preguntaba-, si luego nadie me lo pide y tampoco tengo la carrera de eso». Al final, se encontraba con veinticinco años y explotado en una consultora de miles de millones de euros que le pagaba con un cuenco de arroz. Era una hormiga más, un tornillo más en la enorme máquina del sistema. Y algo dentro de él quería cambiarlo. Algo que estaba aprisionado, atrapado por sus adicciones, sus miedos y la resignación de su consciente, pero que le daba un toque de vez en cuando. Comió algunas sobras para cenar y se fue a dormir. Mañana era día de partido, y se lo pedía el cuerpo.